miércoles, 15 de febrero de 2017

LOS  AÑOS  NUNCA  PERDONAN

En aquellos años, todo parecía poco normal, eran los primeros años del siglo XX, incluso entre los jóvenes de aquel pueblo castellano, donde pasaban los años, y cada día una nueva historia, se escuchaba en sus corrillos, unos en la Plaza, y otros en las puertas de las casas, donde las mujeres se reunían a coser sus viejas prendas de vestir. Todo tenía su historia, y todo levantaba polémica, algunas veces, incluso en el día a día, se levantaron falsos testimonios, para poder desacreditar a cualquier vecino. Los corrillos eran sitios, donde se levantaban bulos, que a veces eran grabes problemas, entre los propios vecinos. Todo pasaba por los corrillos, y cierta vez se comento, que por el cementerio de aquel pueblo, se paseaba un difunto que hacía muy poco que había fallecido. Pronto el cementerio, fue un lugar de poder tener en guardia, cuando se le hiciera una visita, por cualquier acontecimiento fúnebre, y empezó la manía que los vecinos del pueblo, desde fuera del cementerio no dejaban de mirar, por ver que es, lo que en realidad pasaba. El sepulturero, qué era un hombre mayor y siempre decía.  “Qué el miedo se le debía de tener a los vivos, y jamás a los muertos”. Esas palabras parecían no tener sentido, al escuchar a ciertas mujeres comentar. “Que aquel muerto estaba caminando entre las tumbas”. Todo parecía cosas de misterio, de lo qué en aquel pueblo daba mucho que hablar, no solo en los corrillos, sí no también en los hogares, donde la noticia era el pan de cada día, ni un solo día se dejaba de hablar del tema. Hasta que un día del mes de Diciembre, con muchísima niebla, donde apenas se veía a más de veinte metros, un joven que se dedicaba al pastoreo, decidió asustar al sepulturero, que algunos días, en los bares del pueblo y en la calle, la gente le preguntaba, sí tenía miedo, y sí era realidad lo que algunas personas contaban. Este pastorcillo, de unos 15, años,  vecino del sepulturero, estaba dispuesto a darle un buen susto. Ya que el sepulturero, se cansaba de comentar, que todos los días al entrar en el cementerio, a voz abierta, les preguntaba a los muertos, sí querían alguna cosa, entre bromas y veras. Pero aquella mañana iba a ser distinta, la niebla y los cipreses, daban la sensación de sentir el misterio mucho más oculto. El pastorcillo se introdujo, en el cementerio, saltando la tapia, por la parte más oculta, que encima era la más baja, muy cerca de la parte del cementerio, que la llamaban la de los protestantes. Con su manta de campo, se subió a un ciprés, y desde allí aquel día, no se divisaba la puerta de entrada, del cementerio, ya que la niebla era muy grande y lo impedía. Sin tardar mucho tiempo, el sepulturero entro como cada mañana, gritando sí las ánimas del purgatorio, querían alguna cosa. Pero esa mañana fue distinto, la voz del pastorcillo sonó con fuerza, y además más ronca, Gritándole al sepulturero, que quería dos reales de cacahuetes. El sepulturero sintiendo mucho miedo, salió corriendo por el pasillo central, de aquel triste cementerio. Los cipreses parecían ser testigos del miedo, y la niebla fría y húmeda, le daban al sepulturero, esa brisa terrorífica del más allá. Mientras que el pastorcillo, sin tardar un momento, se bajo corriendo del ciprés, y de nuevo salto la tapia del cementerio, y se fue corriendo hasta la nave, donde las ovejas que el cuidaba, le esperaban para que las diera de comer, en aquel día tan crudo. Por otro lado el sepulturero, pidió ayuda, y dos hombres que eran cazadores, le acompañaron de nuevo al cementerio, donde nada raro se veía, ni ninguna voz se escuchaba, solo la niebla que soltaba como una lluvia finísima. Aquellos días los corrillos, eran mucho más fúnebres, los misterios se multiplicaron, y el pastorcillo se callaba, sabía que sí el pueblo descubría su broma, le costaría caro. Algún tiempo después, el pastorcillo emigro llevándose con él su verdadero secreto.              G X Cantalapiedra.    

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