LOS AÑOS
NUNCA PERDONAN
En aquellos años, todo parecía poco normal,
eran los primeros años del siglo XX, incluso entre los jóvenes de aquel pueblo
castellano, donde pasaban los años, y cada día una nueva historia, se escuchaba
en sus corrillos, unos en la Plaza, y otros en las puertas de las casas, donde
las mujeres se reunían a coser sus viejas prendas de vestir. Todo tenía su
historia, y todo levantaba polémica, algunas veces, incluso en el día a día, se
levantaron falsos testimonios, para poder desacreditar a cualquier vecino. Los
corrillos eran sitios, donde se levantaban bulos, que a veces eran grabes
problemas, entre los propios vecinos. Todo pasaba por los corrillos, y cierta
vez se comento, que por el cementerio de aquel pueblo, se paseaba un difunto que
hacía muy poco que había fallecido. Pronto el cementerio, fue un lugar de poder
tener en guardia, cuando se le hiciera una visita, por cualquier acontecimiento
fúnebre, y empezó la manía que los vecinos del pueblo, desde fuera del
cementerio no dejaban de mirar, por ver que es, lo que en realidad pasaba. El sepulturero,
qué era un hombre mayor y siempre decía. “Qué el miedo se le debía de tener a los
vivos, y jamás a los muertos”. Esas palabras parecían no tener sentido, al
escuchar a ciertas mujeres comentar. “Que aquel muerto estaba caminando entre
las tumbas”. Todo parecía cosas de misterio, de lo qué en aquel pueblo daba
mucho que hablar, no solo en los corrillos, sí no también en los hogares, donde
la noticia era el pan de cada día, ni un solo día se dejaba de hablar del tema.
Hasta que un día del mes de Diciembre, con muchísima niebla, donde apenas se
veía a más de veinte metros, un joven que se dedicaba al pastoreo, decidió asustar
al sepulturero, que algunos días, en los bares del pueblo y en la calle, la
gente le preguntaba, sí tenía miedo, y sí era realidad lo que algunas personas contaban.
Este pastorcillo, de unos 15, años,
vecino del sepulturero, estaba dispuesto a darle un buen susto. Ya que el
sepulturero, se cansaba de comentar, que todos los días al entrar en el cementerio,
a voz abierta, les preguntaba a los muertos, sí querían alguna cosa, entre
bromas y veras. Pero aquella mañana iba a ser distinta, la niebla y los
cipreses, daban la sensación de sentir el misterio mucho más oculto. El pastorcillo
se introdujo, en el cementerio, saltando la tapia, por la parte más oculta, que
encima era la más baja, muy cerca de la parte del cementerio, que la llamaban
la de los protestantes. Con su manta de campo, se subió a un ciprés, y desde
allí aquel día, no se divisaba la puerta de entrada, del cementerio, ya que la
niebla era muy grande y lo impedía. Sin tardar mucho tiempo, el sepulturero
entro como cada mañana, gritando sí las ánimas del purgatorio, querían alguna
cosa. Pero esa mañana fue distinto, la voz del pastorcillo sonó con fuerza, y
además más ronca, Gritándole al sepulturero, que quería dos reales de cacahuetes.
El sepulturero sintiendo mucho miedo, salió corriendo por el pasillo central,
de aquel triste cementerio. Los cipreses parecían ser testigos del miedo, y la
niebla fría y húmeda, le daban al sepulturero, esa brisa terrorífica del más allá.
Mientras que el pastorcillo, sin tardar un momento, se bajo corriendo del ciprés,
y de nuevo salto la tapia del cementerio, y se fue corriendo hasta la nave,
donde las ovejas que el cuidaba, le esperaban para que las diera de comer, en
aquel día tan crudo. Por otro lado el sepulturero, pidió ayuda, y dos hombres que
eran cazadores, le acompañaron de nuevo al cementerio, donde nada raro se veía,
ni ninguna voz se escuchaba, solo la niebla que soltaba como una lluvia finísima.
Aquellos días los corrillos, eran mucho más fúnebres, los misterios se
multiplicaron, y el pastorcillo se callaba, sabía que sí el pueblo descubría su
broma, le costaría caro. Algún tiempo después, el pastorcillo emigro llevándose
con él su verdadero secreto. G X Cantalapiedra.
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